El negocio de falsificar artistas

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El lugar es pequeño y la luz entra a tropezones. Apenas cabe un escritorio, tres sillas y un planchón en el que hay algunas esculturas diminutas, alineadas y en perfecto orden. La oficina, una de las tantas de la Dijín, no tiene nada de particular. Es, simplemente, eso: una oficina más. O, al menos, lo era hasta hace un par de semanas; hasta que en una de sus paredes blancas fue a parar una particular riqueza: allí, recostadas, unas sobre otras, están, enmarcadas o enrolladas, obras de algunos de los grandes maestros; están arrumadas pinturas, grandes y pequeñas, de Botero, Grau, Jacanamijoy, Manzur y Obregón.

O eso es lo que parece a simple vista. Así lo podría creer buena parte del público al ver aquellos trazos. Es más: seguramente, si pudieran, pagarían, como ya lo hicieron muchos, significativas sumas de dinero por el placer de tener uno de aquellos lienzos bailando en la pared. Pero lo que no sabrían, como tantos quizás jamás lo supieron, es que esas líneas y hasta las firmas mismas, tan solo eran una buena falsificación.

El decomiso de las obras lo hizo la Dijín los primeros días de febrero luego de un año de investigación; luego de seguirle la pista a un extraño catálogo digital que promocionaba obras hechas por esos artistas; luego de infiltrarse, de comprobar, confirmar y volver a verificar que las líneas, aunque similares, eran elaboradas por —dice uno de los agentes— “un muy buen pintor” que a nadie sedujo con sus propios brochazos. El hombre tenía 62. Su hijo, su ayudante, 33.

El resultado de esa pesquisa, hecha por el Grupo Investigativo de Delitos Contra el Patrimonio Cultural, fue la incautación de 19 cuadros, unos finalizados, otros a medio terminar: ocho de Botero, cuatro de Obregón, tres de Jacanamijoy, uno de Manzur, dos de Grau y uno del ecuatoriano Guayasamín. El precio: hasta ocho millones de pesos por el más grande, de dos metros y medio de alto por dos de largo. El delito: defraudación a los derechos patrimoniales de autor. Y eso sin tener en cuenta que en el transcurso del proceso, tuvieron que ver cómo se vendían esculturas pequeñas firmadas por el payanés Édgar Negret.

Pero este decomiso, que es, según cuenta otro de los agentes, uno de los más simbólicos en el tema de falsificación desde que en 2007 se creó aquel grupo, es también apenas una pequeña arandela de un tema del que hace mucho se habla en el mundo y que hace un buen tiempo se coló en el país.

“De hecho —dicen— calculamos que el 40% de las obras que hay en el mercado colombiano son falsas. Es un negocio que, por ser tan rentable, se ha incrementado bastante, especialmente en Bogotá. Hay, incluso, escuelas de falsificación que venden su trabajo a algunas galerías y anticuarios. Tenemos pistas de cómo operan pero aún no hay nada concreto”.

La mayoría de las ocasiones, como explican, los negocios se hacen a través de intermediarios que, por lo general, ganan una comisión entre el 10% y el 20%. Depende del cuadro, depende del monto. Y pese a que hay capturas, la liberación, como en este caso, es inmediata. Hay que esperar un juicio y una sentencia.

Y si bien las causas del problema son diversas, hay un par de motivos que han contribuido a que el fenómeno se expanda poco a poco en Colombia.

Uno, de acuerdo con Álvaro Medina, crítico e historiador de arte, es el elevado costo de esa industria en el país. “Aquí hay precios que otras naciones no tienen. Salvo casos excepcionales, los equivalentes de Grau u Obregón no valen tanto en otros lugares. ¿Por qué? Porque los artistas extranjeros no venden y no hay competencia. El 95% del mercado colombiano está copado por artistas colombianos. Ni en Venezuela ni en Brasil es así. Allá hay una oferta de alta calidad que obliga a bajar los precios locales”.

Aquí, además, hubo un catalizador que impulsó a los falsificadores: el narcotráfico y sus capos, el narcotráfico y su necesidad de figurar. Ellos, ansiosos, ávidos de piezas exclusivas que contribuyeran a incrementar su prestigio, comenzaron a comprar a precios altísimos obras de los ‘grandes’ de Colombia. Y así, con sus fajos, estos nuevos ricos, a todas luces inexpertos, empezaron a ser poco a poco, la presa más fácil de los ágiles pintores.

Un cuento viejo

Los casos son muchos. A manos de Medina, han llegado, por ejemplo, obras de Picasso, Miró, Dalí o Wilfredo Lam. “Y, en efecto,—cuenta— muchas son muy buenas, pero, otras claro, son muy malas. Una vez me ofrecieron una de Guillermo Wiedemann, con tan mala suerte que, justamente, en mi oficina estaba el original”.

En otra ocasión, a Esteban Jaramillo, director de la galería La Cometa, le llevaron un cóndor de Obregón de tres por dos metros cuya fecha, dice, era 1959. Resultó ser falsa. “Ahora, como utilizan procesos químicos para envejecer las telas, es fácil que uno resulte engañado. Por eso, en mi caso, un comité me asesora y no ponemos en el mercado una obra que no sabemos de quién proviene; eso, saber cuál es la procedencia, es clave. Además, casi siempre hay un heredero del artista que ratifica la originalidad”.

Sin embargo, lo cierto es que no siempre resulta tan fácil identificar la autenticidad de una pintura. No en vano en 2001, Christie’s, acaso la casa de subastas más famosa en el mundo, incluyó en su catálogo una réplica de ‘Los bailarines’ de Botero, con un precio base de medio millón de dólares.

Y no en vano hace poco más de diez años la misma casa remató dos cuadros de Obregón que resultaron no ser legítimos. Claro: el país solo se enteró cuando en 2012 el vendedor, de nombre Ismael Morales Marín, quien supuestamente se había tropezado con 36 lienzos entre una escultura, fue detenido. En su casa, en la localidad de Suba en Bogotá, esa vez hallaron imágenes de Delacroix, Tamayo, Darío Morales, Picasso, Miró y Luis Caballero que, incluso, se volvió muy popular entre los falsificadores los últimos años de la década del noventa, después de su muerte.

Como esas no son pocas las historias que han asombrado al mundo. La más conocida, tal vez, es la de Hans van Meemeeren, quien con su destreza y la ayuda de un horno que envejecía las telas, vendió a los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial obras del holandés Vermeer van Delft.

“La tendencia —explica Medina— es o copiar de originales o aprender a hacer los trazos e inventarse cuadros nuevos. Eso le da cierta espontaneidad. Ahora, hay además un fenómeno que es muy frecuente: falsificar obras de la etapa joven del artista, cuando aún no tiene un registro definido. Y esos períodos, por no ser tan conocidos, despiertan un particular interés”.

Pero si bien es cada vez más frecuente que aparezcan frescos de algunos de los creadores que marcaron el movimiento artístico colombiano del siglo XX, también es usual hallar arte colonial. Acero de la Cruz o Gregorio Vásquez, el más importante de la época en el país, aparecen de vez en vez en el mercado. De hecho, hasta vienen con los respectivos marcos tallados. Su costo, según especialistas, puede rodear los cien millones de pesos.

Y ese fenómeno, en el que no pocos extranjeros —aunque sin saberlo— resultan afectados, va de la mano con el robo y el saqueo. Va de la mano con la apertura de iglesias por poco tiempo y las restricciones para exhibir aquellas riquezas.

Más que una destreza

Pese a que en muchas ocasiones basta con un vistazo de algún especialista para saber si una pintura es en verdad una copia, a veces es necesario ir mucho más allá.

De acuerdo con William Gamboa, profesor de la facultad de Estudios del Patrimonio Cultural de la Universidad Externado, hay falsificadores que para tener más credibilidad exponen el material a radiación UV o a condiciones medioambientales extremas que facilitan el proceso de alteración. Así, con frecuencia, lo logran envejecer.

“A nosotros —comenta— nos han llegado piezas del siglo XVI y XVII que parecen de la época, pero realmente son nuevas. O también llegan cosas que fueron donadas a algún museo y resulta que no son lo que se esperaba. O peor: le ponen sellos de museos internacionales para aumentar la credibilidad”.

En esos casos, cuando son varias las dudas, cuando, como hace Jaramillo, de la galería La Cometa, se examina la textura, el dibujo, las líneas, las formas, el color y la firma, que en conjunto “constituyen la huella de un artista”, y todavía persiste la incertidumbre, lo que se hace es recurrir a la ciencia.

“Se toman radiografías que permiten ver si hay imágenes subyacentes —explica Gamboa—; se hacen cortes estratigráficos en los que se toma una muestra de tres milímetros para saber qué técnica usó, para analizar las diferentes capas de aplicación, los estratos de la pintura o la secuencia de ejecución y se hacen pruebas de pigmentos. Y aún así, después debe ser corroborado por un experto en el artista, autorizado para emitir una certificación”. Es, palabras más, palabras menos la huella digital del pintor.

Lo recomendable, antes que nada, es, como dice Jaramillo, ir a sitios reconocidos y establecidos si se quiere adquirir arte de primer nivel, y evitar ventas callejeras y ofrecimientos de terceras personas.

“Porque no se trata, de ninguna manera, de personas incautas que no saben lo que tienen sino de estafadores. De hecho —afirma—, hay casos donde son los amigos de los grandes maestros los que hacen la falsificación”.

SERGIO SILVA NUMA

Publicado por El Tiempo