Bodegones del confinamiento (el mundo a tus espaldas)

Diseño: Juan Guillermo Isaza

Por Sol Astrid Giraldo

La ola frenética de la actividad mundial de pronto paró. En lugar de seguir desplegándose por el habitual e infinito cauce exterior, se devolvió intempestivamente hacia adentro, inundando las casas y cayendo con violencia sobre sus habitantes.  Las personas y las cosas quedaron atrapadas tras las puertas. El omipresente ojo de Internet dio cuenta de ello, como válvula de escape a la extrema tensión producida por la inmovilidad y el encierro no padecidos nunca antes por esta generación nómada e hiperquinética. Las redes sociales desde el inicio de estos eventos se han ocupado de registrar este supremo malestar con múltiples imágenes producidas en todos los confines del mundo. Éstas, a pesar de los contextos particulares, terminan asemejándose profundamente, como si todos estuviéramos visualizando nuestra época desde marcos compartidos. Es decir, desde la ventana insondable de nuestros computadores.

La imagen de la pandemia actual, que estamos construyendo colectivamente, sin embargo, dista radicalmente de la iconografía canónica de la historia del arte. Aunque en estos días sea usual que se desempolven  obras como la Madonna de la Misericordia de Benedetto Bonfigli (1464), El triunfo de la Muerte de Pieter Brueghel el Viejo (1562), o La Peste de Asdod de Nicolás Poussin (1631), reproducidas en medio del actual crujir de dientes en la prensa internacional, es otro el pathos que caracteriza los imaginarios contemporáneos acerca de su propia peste.

El Triunfo de la Muerte, Pieter Brueghel el Viejo, 1562

Al contrario, lo que ha emergido en estos días, sobre todo, es una imagen silenciosa y banal. Sin gestos, teatralidad, espectáculo, sangre ni pus. Ahora, sin siquiera poder ver los cuerpos enfermos escondidos tras mascarillas y trajes antifluidos, ¿cómo podemos imaginarnos a esa pequeña cosa loca con corona que paralizó el mundo? Nosotros, esencialmente seres iconófilos, necesitamos una metáfora visual para tramitar nuestra pandemia. ¿Cuál podría ser entonces ese icono del Covid?

El investigador cultural Jorge Carrión habla de “una estética de la pandemia” (por macabro que suene, somos animales simbólicos y no podemos dejar de producirlos, ni siquiera, o sobre todo, al borde de los abismos). Así que, ante el miedo, la incertidumbre y el vacío, hemos respondido con signos, metáforas, iconos, de una manera explosiva, global y habría que decirlo, viral:

“La estética de la pandemia tuvo durante las primeras semanas un icono indudable, la mascarilla, que ya ha entrado en la lógica del diseño y de la producción de accesorios. Pero durante las semanas de encierro son las aplicaciones de videoconferencias y reuniones virtuales las que han proporcionado los símbolos visuales más reconocibles de la profunda alteración social que ha supuesto la COVID-19.  La imagen de esa cuadrícula de rostros en lugares distintos resume lo que somos en estos momentos: una sucesión de celdas con ventanas de píxeles que comunican con otras celdas. Una colmena infinita y virtual”[1].

Partiendo de esta pregunta general por la estética de los tiempos del Corona, proponemos hacerle todavía un zoom más intenso a la aplicación zoom. Y del panel general, adentrarnos en cada una de estas cuadrículas, donde hoy sobrevivimos, ansiosos, asustados y parlanchines. Todos estamos hablando desaforadamente y al tiempo. Dice la escritora argentina Esther Díaz: “Zoom muestra muchos cuadraditos iguales, pero en cada uno hay una imagen diferente”[2]. Sin duda, en ese interior personalizado pueden detectarse otros signos. Y cuando pasamos a ese espacio tiránicamente acotado, a ese marco estrecho y avaro, lo que percibimos es un intento de afirmar nuestro derecho a existir, a ser vistos así sea un poquito, exponiéndonos al mundo desde nuestra intimidad, que es la manera hoy permitida.

Así, al borde del borramiento físico y social, hemos exacerbado nuestro exhibicionismo. El espacio de adentro ahora se pavonea impúdico afuera. En estos tiempos, llevamos a cuesta nuestra casa como el caracol, un animal, que según lo plantea Mónica Erazo, representaría mejor esta época que el temido murciélago de Wuhan[3]. Asistimos ahora a nuestras reuniones sociales, laborales, administrativas, jurídicas, públicas, sacras, sexuales, con nuestras cosas domésticas, más íntimas y nimias pegadas a nuestros cuerpos. Ellas ahora son el fondo de los avatares virtuales en los que nos hemos convertido y con los que le damos la cara al mundo. Las portamos a nuestras espaldas como la devaluada cola de un pavo real de bisutería. 

Porque esta privacidad que estamos cediendo al voraz ojo de las redes a cambio de no desaparecer está hecha precisamente de nuestras cosas. No ya las valiosas, sofisticadas y seleccionadas cuidadosamente que enarbolábamos antes de la pandemia como marca de clase, sino las más humildes y deleznables: un pocillo tintero desportillado, un afiche barato pegado a la pared, un abrigo viejo colgado en el perchero, una biblioteca empolvada. Estas imágenes prosaicas, des-espectacularizadas, atiborradas, compuestas por nuestros rostros en primer plano y las cosas más baladíes en el transfondo, son las que hoy por hoy se entronizan como uno de los símbolos visuales más potentes de la pandemia. Ahora tenemos nuestras “cositas al sol”, expuestas sin atenuantes al goloso panóptico de Internet. Se trata del despliegue descarado de una estética pobre. Tanto que algunos, como el escritor colombiano Rigoberto Gil, lo han llegado a considerar como el “triunfo del mal gusto”:

“Si algo ha descubierto el teatrino de la pandemia es el mal gusto que se impone en la vida privada. El mal gusto está en los detalles –el color de la pared, un techo caído, una cortina granate–, en las pequeñas cosas –una artesanía de San Agustín rota y recién pegada con colbón, un llavero de Sanandresito– y es tan fiel como el mal aliento. Tras bambalinas, lo vemos en tiempo real cada vez que abrimos Zoom, Meet, Webex y un etcétera de plataformas que han señalado la ruta monótona de unas vidas conectadas a un link, nuestro respirador orwelliano: una versión parlache de Matrix, sin teléfono de disco, sin agente Smith, sin aventura”[4].

Atenazado por la amenaza inminente exterior, el sujeto de las redes parece sentir la necesidad apremiante de mostrar sus cosas, su intimidad, para asegurarse de que en medio de la desconexión con la calle y lo público, sin embargo no va a borrarse. Sus objetos más humildes le ayudan hoy de alguna manera a conjurar esta sensación de disolución, a recuperar su solidez e identidad en la vorágine destructora de cuerpos y de las relaciones entre los cuerpos provocada no tanto por la pandemia médica como por la social. 

Los selfies-bodegones

Trataremos con más detenimiento en este punto las iconografías del confinamiento, esa amalgama en la que el sujeto de las no se resalta del fondo atiborrado, como lo recomiendan las leyes del retrato ortodoxo, por una luz que le dé volumen o un lente que le permita sobresalir.

Reflexiona respecto de estos nuevos constructos visuales la profesora Karen Strassl en el New York Times:

“En el grupo reducido de mi seminario, usamos la plataforma de Zoom para recrear la experiencia del aula lo más que se puede. Mientras hablamos sobre nuestras lecturas, observo los carteles, las fotografías y los tapices que decoran las paredes de mis estudiantes. Observo a sus parejas y mascotas moviéndose como sombras en el fondo. Veo áreas de trabajo improvisadas en espacios estrechos e incómodos. Cuando un estudiante abre su micrófono para hablar, escucho ruidos de fondo que distraen”[5].

En estas imágenes, los retratados y sus cosas suelen ser ordinarios, cotidianos, captados sin filtros ni luces cosméticas. No hay aquí ningún interés en desarrollar una puesta en escena sofisticada. Porque como apunta Esther Díaz: “La escenografía es una especialidad que requiere años de estudio, pero en la que en estos tiempos hubo que zambullirse”[6].

Estas imágenes son una refutación a la lógica de los selfies, los cuales se han sido realizados con insistencia en ámbitos espectaculares. Ha habido muertes por intentar captar el selfie más original al borde de un precipicio, sobre un rascacielos, en medio de una catarata o en el ojo de un impetuoso huracán. Sin embargo, en los tiempos del confinamiento las escenografías palidecieron. 

Ahora se está estableciendo un nuevo género de autorretrato que llamaremos selfie-bodegones, por el tipo de elementos que combinan. Las cosas de la casa, que nunca fueron populares o efectivas para aumentar el ego o el prestigio de los retratados, son ahora el único entorno de los confinados, transformándose por fuerza en sus compañeras, en su paisaje. Y en el nuevo tinglado de los selfies. Cada persona escoge un repertorio de cosas para acompañarse y auto-representarse cuando acude a Skype, Zoom, a las videoconferencias, con mayor o menor conciencia o intención escenográfica.  La biblioteca, por su parte, se ha convertido en la diva del momento: en “el telón de fondo de la cuarentena”, como la ha calificado El País de España.[7] Es como si  los usuarios corrientes  la consideraran lo menos prosaico de la gran prosa doméstica. O lo menos íntimo de la descarada intimidad de los demás tinglados hogareños. Otros personajes más severos simplemente encuadran su rostro en la pantalla, dejando asomar atrás apenas una puerta cerrada, un socavón oscuro, una pared blanca, o un techo neutro. Despliegue absoluto de iconoclastia contemporánea.

Es notable, en este sentido, la poca conciencia sobre el backstage, sobre el mundo a sus espaldas, del expresidente uruguayo Pepe Mujica, conocido universalmente por su austeridad. Durante la cuarentena, se ha dirigido desde su refugio en la pampa a un auditorio global para hablar sobre lo divino y lo humano, sin importarle la nube de objetos poco glamurosos que lo rodean: una vieja nevera con trapos encima, un perchero con alguna prenda descuidadamente colgada, una bolsa. Como pocas veces, la forma tiene todo que ver con el contenido en esta imagen que retrata al anarquista líder político mejor y más profundamente que cualquier fotografía oficial. 

Estas imágenes podrían considerarse herederas del bodegón clásico, género pictórico donde las cosas eran el foco primordial de la mirada plástica. Pero, también, también tendrían un lazo con la tradición de las iconografías sacras, donde los personajes representados portaban siempre un atributo (un objeto) que terminaba de relatarlas visualmente: los mártires llevaban obligatoriamente la palma del martirio, San Lorenzo siempre estaba acompañado de la parrilla donde lo sacrificaron, San Antonio llevaba indefectiblemente un libro.

En la actualidad, los usuarios de las plataformas de internet en sus imágenes virtuales, al igual que aquellos santos, también son “ellos y sus cosas”. La diferencia con la imaginería sacra es que los objetos que se incluían en las representaciones hagiográficas eran considerados poseedores de los más altos valores divinos y sacros, mientras que los que acompañan a los confinados contemporáneos son los más humildes y baladíes.  Se trata de “las viejas y planas cosas” de las que habla Mitchell, esas que “nos sonríen con superioridad, mientras nos ignoran totalmente”[8]. Objetos como “los más hermosos de los animales domésticos”, según la provocadora metáfora de Baudrillard[9].

Una constelación devaluada que nos lleva a pensar en el nivel insospechado al que se ha ampliado, durante la cuarentena, la frontera de lo que se consideraba fotografiable. El alud de menudencias cotidianas en la “estética de la pandemia” ya hace parecer conservadora aquella estética pop de la década de los 60 que creíamos tan transgresora por haberle permitido el acceso a la imagen a los objetos comunes (latas de sopa, automóviles, detergentes). Así, la famosa caja “Brillo” de Warhol -el objeto que representaba el colmo de lo prosaico para los estándares de la alta cultura de entonces-, parecería sin embargo ahora demasiado sofisticada (y neoyorkina) al lado de aquella artesanía de San Agustín, cuya presencia en los fondos de las teleconferencias escandaliza  el gusto del escritor Rigoberto Gil.

¿De qué otras maneras estamos conociendo entonces ahora a las personas, cuando se ha roto el límite entre su escenario público y privado? ¿Qué relatos nuevos nos cuentan sus objetos íntimos? ¿Cómo ellos han logrado configurar o reconfigurar a los personajes de las redes (en ellas, todos más que personas reales somos una representación desmaterializada, un avatar)?   

En estos días, lo ordinario le ha dado paso a lo “neo-ordinario”, citando al investigador de la imagen de las redes Lev Manovich[10] cuando se pregunta por los límites siempre móviles e históricos de lo que cada época considera digno o no de tener imagen. Durante la cuarentena, sin duda, hemos volado mucho más bajo que nunca. La tecnología de la imagen por supuesto incide en ello. Cuando las cámaras eran las cajas pesadas y exclusivas de los estudios fotográficos del siglo XIX, no era posible este paneo rastrero por los papeles arrugados, los lapiceros rotos, que permite hoy el ojo democrático de un computador.

Hemos caído de bruces en el universo de las cosas simples que son solo eso, justamente cosas.  Y más que un asunto aleatorio, azaroso o de mal gusto, quizás deberíamos interpretar estas imágenes sin aureola -de  cosas a su vez sin aureola- como la expresión esencial de nuestros días pandémicos y la particular estética que hoy ha emergido.


[1] https://www.nytimes.com/es/2020/05/09/espanol/opinion/zoom-coronavirus.html

[2] https://www.pagina12.com.ar/265474-nostalgia-de-la-carne

[3] https://medium.com/@monicaerasojurado/convocatoria-vozal-5-65643e51a3a8

[4] https://lacebraquehabla.com/el-mal-gusto/

[5] https://www.nytimes.com/es/2020/05/08/espanol/opinion/zoom-escuela-clases.html

[6] https://www.pagina12.com.ar/265474-nostalgia-de-la-carne

[7] https://elpais.com/cultura/2020/05/12/babelia/

[8] Mitchell, W.J.T. “Objetos” en ¿Qué quieren las imágenes? Vitoria-Gasteiz: Sans Soleil Ediciones, 2017, pag 141-249.

[9] Baudrillard, Jean. El sistema de los objetos. México:Siglo XXI Editores, 1969.

[10] Manovich, Lev. Instagram and Contemporary Image. https://www.academia.edu/35501327/Instagram_and_Contemporary_Image